La lenta memoria de los árboles
La madera es un secreto paciente. Todo árbol guarda en sus anillos el registro del mundo, una escritura secreta cuyo lenguaje conocemos solo a medias. Hay una edad escondida en cada tronco, un tiempo silencioso que crece hacia adentro.
Pienso en la madera y siento la respiración del bosque, su lentitud enorme y suave, casi indiferente al murmullo del hombre. Imagino cómo bajo la corteza conviven las estaciones, y cómo la lluvia y el sol, alternándose como amantes distraídos, moldean la fibra que sostiene el cielo.
La madera no es materia sino memoria. Sus vetas cuentan historias de vientos antiguos, de días luminosos y lluvias repentinas. En una mesa, en la silla que sostiene nuestro descanso, palpitan árboles que no han dejado nunca de ser bosque. En cada corte persiste el murmullo profundo de raíces lejanas que siguen buscando el agua subterránea.
¿Quién no ha deslizado alguna vez la mano sobre una mesa y sentido en la palma la nostalgia de lo vivo? Esa nostalgia, sin embargo, es también celebración: la madera es un pacto amable con el tiempo. Frente al metal que se enfría y al vidrio que refleja sin tocar, ella es tibia, imperfecta y dulce como una mano humana.
Observo muebles antiguos, vigas expuestas, pequeñas esculturas, y percibo en todos ellos un murmullo tenue, una resistencia serena al olvido. La madera envejece con dignidad, guarda cicatrices como señales de orgullo, porque entiende que lo bello no es perfección, sino aceptación de la vida misma, con sus fisuras, sus grietas y sus suaves contornos gastados por las manos.
Tal vez lo que amamos en la madera sea su humildad secreta, la forma en que acepta convertirse en objeto cotidiano sin perder su nobleza original. En esa entrega silenciosa, la madera revela lo que somos: seres hechos también de tiempo y memoria, entretejidos con la lenta paciencia de lo que crece.
Porque finalmente, la madera no es otra cosa que un espejo cálido, donde el hombre aprende a reconocerse en la fragilidad y la belleza de lo que respira y permanece.
Pienso en la madera y siento la respiración del bosque, su lentitud enorme y suave, casi indiferente al murmullo del hombre. Imagino cómo bajo la corteza conviven las estaciones, y cómo la lluvia y el sol, alternándose como amantes distraídos, moldean la fibra que sostiene el cielo.
La madera no es materia sino memoria. Sus vetas cuentan historias de vientos antiguos, de días luminosos y lluvias repentinas. En una mesa, en la silla que sostiene nuestro descanso, palpitan árboles que no han dejado nunca de ser bosque. En cada corte persiste el murmullo profundo de raíces lejanas que siguen buscando el agua subterránea.
¿Quién no ha deslizado alguna vez la mano sobre una mesa y sentido en la palma la nostalgia de lo vivo? Esa nostalgia, sin embargo, es también celebración: la madera es un pacto amable con el tiempo. Frente al metal que se enfría y al vidrio que refleja sin tocar, ella es tibia, imperfecta y dulce como una mano humana.
Observo muebles antiguos, vigas expuestas, pequeñas esculturas, y percibo en todos ellos un murmullo tenue, una resistencia serena al olvido. La madera envejece con dignidad, guarda cicatrices como señales de orgullo, porque entiende que lo bello no es perfección, sino aceptación de la vida misma, con sus fisuras, sus grietas y sus suaves contornos gastados por las manos.
Tal vez lo que amamos en la madera sea su humildad secreta, la forma en que acepta convertirse en objeto cotidiano sin perder su nobleza original. En esa entrega silenciosa, la madera revela lo que somos: seres hechos también de tiempo y memoria, entretejidos con la lenta paciencia de lo que crece.
Porque finalmente, la madera no es otra cosa que un espejo cálido, donde el hombre aprende a reconocerse en la fragilidad y la belleza de lo que respira y permanece.
Alonso Dávalos. Chile