Árboles que cuentan historias
Hay árboles que guardan historias. Historias que son más largas que la vida de quien las escucha. Historias que se escriben lentamente con la caligrafía oculta del viento, la lluvia, y las manos que alguna vez los acariciaron.
Recuerdo un roble que conocí en una infancia lejana, un árbol gigante cuyos brazos extendidos formaban una bóveda tan perfecta que debajo de él el mundo parecía detenerse. Bajo su sombra nacieron amores jóvenes, se susurraron secretos y se rompieron corazones. Ese árbol, inmóvil, observaba con paciencia cómo la vida se acumulaba en sus raíces, alimentándose discretamente de recuerdos humanos, creciendo hacia abajo tanto como hacia arriba.
Pienso también en los baobabs africanos, sabios árboles milenarios cuyas cortezas arrugadas esconden relatos que atraviesan siglos. Árboles que sirven de refugio a viajeros y poetas, que saben que su sola presencia es suficiente para explicar el paso del tiempo. A su sombra, las comunidades narran genealogías y leyendas que mantienen unida a la tribu, porque saben que el árbol escucha y recuerda.
Hay árboles solitarios que resisten en paisajes imposibles, testigos de tormentas y batallas, compañeros únicos en tierras desiertas. Árboles que eligen crecer donde nadie los espera, donde nadie los planta, como si fueran guardianes voluntarios del silencio, recordándonos que vivir es también un acto de resistencia.
En Japón existe el cerezo, efímero y frágil, que en pocos días de florecer y caer enseña que la belleza puede durar apenas un suspiro y aún así justificar una vida entera. Es un árbol que cuenta la brevedad de nuestra existencia con suavidad y delicadeza, como una caricia que apenas roza la piel.
Cada árbol lleva una biografía silenciosa. Las palmeras del desierto relatan historias de viajeros sedientos; los sauces, melancólicos junto a los ríos, hablan de amores perdidos; las araucarias del sur susurran memorias antiguas de pueblos originarios que entendieron que árbol y hombre están tejidos en el mismo tiempo.
Tal vez escuchar a los árboles sea recordar que no estamos solos, que somos parte de una historia más grande, escrita en hojas, raíces y savia. Y cuando un árbol cae, no es solo un árbol: cae un mundo, cae una voz, una memoria que lentamente retorna a la tierra para seguir contando, desde abajo, las historias que nosotros olvidamos.
Recuerdo un roble que conocí en una infancia lejana, un árbol gigante cuyos brazos extendidos formaban una bóveda tan perfecta que debajo de él el mundo parecía detenerse. Bajo su sombra nacieron amores jóvenes, se susurraron secretos y se rompieron corazones. Ese árbol, inmóvil, observaba con paciencia cómo la vida se acumulaba en sus raíces, alimentándose discretamente de recuerdos humanos, creciendo hacia abajo tanto como hacia arriba.
Pienso también en los baobabs africanos, sabios árboles milenarios cuyas cortezas arrugadas esconden relatos que atraviesan siglos. Árboles que sirven de refugio a viajeros y poetas, que saben que su sola presencia es suficiente para explicar el paso del tiempo. A su sombra, las comunidades narran genealogías y leyendas que mantienen unida a la tribu, porque saben que el árbol escucha y recuerda.
Hay árboles solitarios que resisten en paisajes imposibles, testigos de tormentas y batallas, compañeros únicos en tierras desiertas. Árboles que eligen crecer donde nadie los espera, donde nadie los planta, como si fueran guardianes voluntarios del silencio, recordándonos que vivir es también un acto de resistencia.
En Japón existe el cerezo, efímero y frágil, que en pocos días de florecer y caer enseña que la belleza puede durar apenas un suspiro y aún así justificar una vida entera. Es un árbol que cuenta la brevedad de nuestra existencia con suavidad y delicadeza, como una caricia que apenas roza la piel.
Cada árbol lleva una biografía silenciosa. Las palmeras del desierto relatan historias de viajeros sedientos; los sauces, melancólicos junto a los ríos, hablan de amores perdidos; las araucarias del sur susurran memorias antiguas de pueblos originarios que entendieron que árbol y hombre están tejidos en el mismo tiempo.
Tal vez escuchar a los árboles sea recordar que no estamos solos, que somos parte de una historia más grande, escrita en hojas, raíces y savia. Y cuando un árbol cae, no es solo un árbol: cae un mundo, cae una voz, una memoria que lentamente retorna a la tierra para seguir contando, desde abajo, las historias que nosotros olvidamos.
Lucía Montoya. Argentina